domingo, 18 de marzo de 2007

Veinticinco

Oh hija de Sión, echa lágrimas cual arroyo día y noche; no descanses ni cesen las niñas de tus ojos. Levántate, da voces en la noche, al comenzar las vigilias; derrama como agua tu corazón ante la presencia del Señor; alza tus manos a Él implorando la vida de tus pequeñitos, que desfallecen de hambre en las entradas de todas las calles...(Jeremías 2, 18-19).

Sólo cuando la aflicción nos hace caer de rodillas, es que el bien comienza a producirse. Cuando la aflicción nos enseña a orar como nunca antes lo habíamos hecho anteriormente, comenzamos a explotar la más grande fuente de poder conocida al hombre. No habremos conocido la más profunda dimensión de la oración, sino hasta que nos hayamos angustiado en oración. La oración angustiante nos lleva más allá de la típica «oración infantil» que es tan común en nuestro andar diario. El sufrimiento nos hace caer de rodillas en una oración que no consiste solamente en hablar con Dios, ni solamente en darle gracias por las muchas bendiciones de la vida, sino que también incluye el entrar en profunda comunión con Él. Cuando oramos en este nivel, nos acercamos a Dios con un profundo sentimiento de indignidad mezclada con una indescriptible gratitud. Estamos llenos de temor reverencial delante de Dios debido a Su poder para oír y ayudar. Tal oración es una efusión del corazón penitente. ¡Esta es la oración de la tristeza, que limpia el alma de su escoria!

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